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La antesala de la locura
21
Septiembre

La antesala de la locura

Publicouse en Ricardo Canosa
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Me llamo Claudio, aunque a fin de cuentas, este es un dato que no tiene la menor importancia, para la historia que les voy a contar. La mañana en la que comenzó todo, me dirigía a la facultad de psicología, en la que estudiaba. También al igual que todos los días de lunes a viernes, desde hacía varios meses, me detuve a desayunar en el Tiffany´ Snack Bar. 


No sabría explicar muy bien que es lo que me había atraído de aquel sitio, frente a las cafeterías más funcionales y más cercanas al campus, que frecuentaban mis compañeros de facultad; quizás una marcada tendencia al romanticismo inútil, o quizás otra cosa. El Tiffany era unos de esos locales de aspecto pretencioso, tan en boga veinte años atrás, que intentaba reproducir, lo que entonces se consideraba como un ambiente fino y selecto y al que el paso del tiempo, los cambios sociales, el desarrollo urbanístico y la construcción de la circunvalación habían dado un golpe de muerte, alejándolo del centro urbano y comercial. De su época de esplendor conservaba unos espejos que iban del suelo al techo, unos sillones de cuero ya rancios y un luminoso intermitente, (Sin duda uno de los primeros de la ciudad) sobre la puerta giratoria de la entrada; que si alguna vez había tenido sentido, ahora más bien semejaba una concesión absurda a la nostalgia: Tiffany´s Snack Bar... Salón de Té y de Billar... Meriendas, Bautizos y Comuniones. 

 

El dueño del bar se llamaba Eusebio. Eusebio era un hombre ya mayor, en torno a los sesenta y que iba siempre vestido con un impecable uniforme de camarero, pajarita incluida, de estatura media y complexión fuerte y cuyo rasgo más característico era un gesto de seriedad continua, que se veía acrecentado por su pelo rapado al uno y su bigotito de corte militar. El primer día que entre en la cafetería, Eusebio me había arrojado, más que servido, el café con leche que había pedido; como por otra parte solía hacer con todos aquellos clientes, que por su edad y su aspecto, se revelasen como no gratos para el Tiffany´s. Esto es, todos aquellos que por tener menos de cuarenta años fuesen susceptibles de pertenecer “ a esas hordas de melenudos piojosos y fumadores de droga, que se dedican a hacer el vago, mear en las calles y pintar las paredes, con el único fin, de arruinar a nuestra gloriosa patria”. Eso como digo, sucedió el primer día. Después de seis meses parando de lunes a viernes, de 8:25 a.m. a 8:50 a.m. Eusebio hubiese estado dispuesto a jurar encima de una Biblia, que yo era un caballero como los de antes; de esos que entraban todas las tardes a tomar el café y leer el periódico. Vamos, que Eusebio era un romántico nostálgico; de esos que creen que cualquier tiempo pasado fue mejor. A las personas como él, les resultaba indiferente nacer en la Francia del Rey Sol, en la Rusia bolchevique o en la Grecia de Sócrates. El pasado siempre sería mejor.

 

Entonces, a mitad de desayuno, un día gris, como otro cualquiera, de esos que tanto abundan en nuestra ciudad, me tropecé con aquellas noticia, en la página de sucesos locales:

 

“El violador de la barriada del Carmen, detenido”.

 

Me quedé un par de segundos mirando fijamente la noticia. El tiempo suficiente para que Eusebio decidiese, que entre las cinco o seis noticias que componían la página, yo sólo podía estar leyendo aquella. Me molestó aquel tono de suficiencia, con el que me preguntó: ¿Está usted leyendo lo del violador, no? Pero como era cierto, tuve que callarme y asumir mi inferioridad. Como toda la ciudad, también yo había oído hablar de aquel tipo. Pero Eusebio era otra cosa. Él era una enciclopedia viviente, del quien es quien en la ciudad. Así que entre soluciones para combatir el crimen, casi todas variantes tan escabrosas como personales de la ley del talión y cotilleos sociales, no menos escabrosos, Eusebio me contó la vida del tal Rudesindo, que era como se llamaba el presunto violador, y al que dicho sea de paso, había conocido desde niño, cuando Doña Flora aun dirigía la escuela de primaria. –“ Tendría usted que haber conocido a Doña Flora- añadió en un tono de recuerdo feliz- Ella si que era una dama de los pies a la cabeza. Siempre en su sitio. Nada que ver con esas pelanduscas, que se pasean hoy día por las calles.

 

Aguanté el rollo de Eusebio como pude, sobre todo por que me descolocó su locuacidad de aquella mañana. Luego, cuando terminó, pagué el café y el croissant, doblé cuidadosamente el periódico, como por otra parte, siempre hago , salí al frío de la calle y tras encender el tercer cigarrillo del día, me encaminé hacia la facultad.

 

Las clases continuaron con su plácida monotonía. El invierno terminó y dio paso a la primavera. La historia del tal Rudesindo quedó atrás, como tantas otras que suceden a diario y que como no, también olvidamos a diario. Hasta que de repente, la tuerca de la realidad da un nuevo giro y nos obliga no sólo a recordarla, sino a sumergirnos de cabeza en ella. Siempre es así, aunque nunca sepamos por que. Como la noticia que en aquel momento me estaba mirando desde el otro lado de la página:

 

“TRÁGICO ERROR JUDICIAL

Redacción. El presunto violador de la barriada del Carmen, R.D. L. , detenido hace cinco meses e ingresado en el hospital psiquiátrico provincial, ha sido puesto en libertad, al comprobarse su inocencia. Al parecer su semejanza física con el retrato-robot facilitado a la policía por las víctimas, ha sido la causa de este lamentable error”.

 

Me quedé de piedra. Yo no creo mucho en las casualidades, pero precisamente hacía unos días que en clase, se había estado discutiendo sobre las consecuencias que tendría para una persona, el llevarla a una situación límite y ahora, aparecía otra vez esa historia, que me venía como anillo al dedo. Por qué a fin de cuentas, ¿que hay más límite que someter a una persona normal y corriente, al culto a la química y al absurdo, que impera en los centros psiquiátricos?

 

Terminé mi cortado y contra mi costumbre, pedí otro? Encendí un cigarrillo, firmemente convencido de que aquel día fumaría bastantes más, que mis quince habituales. Aún no tenía muy claro que es lo que quería; aun que si intuía, que aquel podía ser un buen caso, para exponer en clase y que para informarme, no había nadie mejor que Eusebio. Así que dos horas después, Eusebio continuaba hablando y yo disponía de cantidad de información sobre Rudesindo Diéguez Lamas, alias “el mocho” y alguna más, que no había solicitado sobre la marquesa de Piñones,la condesa Margall y el general Galiardo.

 

Rudesindo había estado emigrado en Alemania, Francia y Suiza. Allí se había casado con una tal Teresa, ya fallecida. Haría unos ocho años que había vuelto a la ciudad y al igual que casi todos los emigrantes, con el dinero ahorrado había montado un bar. En su caso, ni siquiera un buen bar. Un tabernucho de mala muerte, en la glorieta del 25 de Abril, allá por el polígono industrial.

 

Rudesindo era tal y como lo había descrito Eusebio. Un pobre hombre de aspecto escuchimizado, enfundado en unos pantalones grises de mezclilla, un sueter de lana y una mirada de conejo asustadiza, que se había pasado la mayor parte de su vida trabajando, para acabar montando aquella taberna, en la que más que pasar, bebía las horas muertas, en compañía de cuatro incondicionales parroquianos.

 

El local era el bajo de una casa de piedra, a medio construir y sin más, que las cuatro mesas de pino, con sus correspondientes banquetas y la barra del mostrador, también de pino, pero más sucia, y tras la cual, se encontraban diversas botellas de licores, cuatro barriles de roble y el propio Sindo. Un televisor de veinte pulgadas, un banderín de un equipo de fútbol local y el poster de una chica desnuda, patrocinado por una marca de aceites lubricantes, completaban junto a un enjambre de moscas, la decoración del bar.

 

En cuanto atravesé la puerta, los cuatro parroquianos que se encontraban en la mesa de la esquina derecha, se giraron en mi dirección. Luego, tras un minucioso análisis, volvieron a su partida de cartas. Como si obedeciera a una señal, el camarero se acercó y me preguntó:

 

-¿Que es lo que desea el señor?

 

-Un vino –respondí yo. Luego, tras un segundo de vacilación añadí: Blanco, por favor.

 

Pedí un par de chiquitas más, por eso de romper el hielo; aunque con lo ácido que era el vino, cada trago era como una patada en mi estómago. Mientras tanto, la partida tocó a su fin. Los cuatro hombres apuraron sus copas y se despidieron, dejándonos solos. Rudesindo se sirvió una generosa copa de Soberano y encendió un cigarrillo. Un ligero cambio se operó en él. Los músculos de la cara y de los brazos se le tensaron y la mirada relució, con un nuevo brillo. Luego se encaró conmigo y me preguntó a bocajarro:

 

-Usted no pasaba por aquí de casualidad; ni ha entrado a tomarse un vino. ¿Qué es lo que desea?

 

De perdidos al río, acerté a pensar en una fracción de segundo. Así que sin dudarlo, y con el zumbido intermitente de las moscas, como música de fondo me lancé a darle una explicación detallada, de lo que hacía en la universidad y el por qué me interesaba su caso. En medio, la sonrisa burlona de quien no comprende nada de lo que se le está diciendo, ni lo quiere comprender; el goteo perpetuo de la llave del barril, mas vino y más tabaco y mis palabras perdiéndose en el vacío, en la incomprensión del otro. El otro, que al final de mi largo monólogo, concluye a modo de resumen.

 

- Así que lo que usted desea, es saber lo que se siente, cuando se llega al límite. ¿Nooo?- termina por decir, alargando la o de una manera grotesca. Pero antes de que yo pudiera contestarle que si, que más o menos eso era lo que buscaba, su rostro se expandió en forma de una gran sonrisa; sus dientes negros y mellados apretaron un nuevo cigarrillo y él mismo comienza a contestar a su propia pregunta.

 

- Eso es bien fácil de arreglar, hombre. Yo le puedo contar todo. Pero antes tomemos otro vino. Invita la casa.

 

Apuramos los vinos y sirvió otros. Entonces, comenzó a hablarme. De su familia, muy humilde y de cómo se había visto obligado a ganarse la vida, desde muy crío. Primero en el desguace de vehículos, de aprendiz; más tarde, la descarga en el puerto y la fábrica de porcelanas. Después la emigración; la emigración que había supuesto toda su vida. Francia, Suiza, Alemania. Allí había dejado a sus mejores amigos; también allí había conocido a Teresa y allí la había perdido.

 

- La maldita silicosis tuvo la culpa. ¿Sabe usted? Ella fue una más, de tantas que cayeron en su fábrica. Entonces me alegré, de que no hubiéramos tenido hijos. Creo que no habría podido resistirlo. Así que decidí regresar a casa y con los ahorros montar este tabernucho. No es que dé para mucho, pero permite ir tirando y lo que es mejor, olvidar las penas, a base de charlar y beber chiquitas con los amigos. – Monte en el coche – añadió en un tono de ruego.- Tengo que ir a hacer un recado, pero lo mismo sigo contándole la historia por el camino..... ¿Así que usted estudia en la universidad y quiere saber que es lo que se siente, cuando se lleva a una persona al límite? No se preocupe. Yo se lo explicaré.- Repitió una vez más, mientras llevaba el coche, un modelo antiguo, de esos que representaban el triunfo del emigrante, a más de setenta kilómetros por hora-.....Sobre todo se siente miedo. ¿Miedo a que, se preguntara usted? Pues miedo a todo y a nada. A no controlar tu vida. A no saber que será de ti al minuto siguiente. En mi caso, terror a las batas blancas y a esas luces, también blancas, que iluminan la habitación, las veinticuatro horas del día.- Cuarta. Ciento diez. Las primeras dudas asomándose a mi cerebro. ¿Qué he hecho? ¿Donde me he metido? Sus ojos perdidos en un horizonte lejano, mientras su boca continúa desgranando palabras.- Se siente pánico, terror en estado puro. Eso que usted está empezando a intuir vagamente. Al principio uno lucha. Claro que se lucha y que se intenta resistir contra todas esas pastillas, inyecciones y electroshocks. Pero no sirve de nada. Ellos son mucho más fuertes....Ya, ya sé que usted no ha hecho nada. Pero tampoco lo había hecho yo. ¿No le parece? El no haber hecho daño a nadie, no quiere decir nada. ¿No le parece a usted? Lo único que importa es quien es el más fuerte. Ellos eran mas fuertes que yo y yo soy más fuerte que usted. Lo que quiero decir es si hay algo que me impida lanzar el coche contra un muro y la respuesta es no. Y es precisamente eso y el hecho de que usted sea un joven con un brillante porvenir y yo un pobre tipejo desahuciado, lo que me permite estar en una situación de poder con respecto a usted. Resulta irónico, ¿no? Eso es el terror, pero llevado al extremo. Saber que estás en manos de otro y no poder hacer nada, para defenderte. Eso mismo, que usted está sintiendo ahora.- Sentenció Sindo con voz fría y tranquila, que se superpuso a mis ruegos de piedad. – Fúmese un cigarrillo y tranquilícese, hombre.- añadió mientras pisaba el acelerador hasta los ciento cuarenta.- Yo creo que hará usted un buen trabajo. Aunque eso es lo que menos importa, cuendo el miedo comienza a adueñarse de uno. Eso fue algo que aprendí, durante mi encierro en aquella habitación enfermizamente blanca. Obligado a tomar pastillas de colores, que me hacían ver, un mundo más blanco todavía. Era como ser árbol, una vida vegetal, sin tiempo, ni espacio, ni nada que hacer; excepto contestar a todas las preguntas que me hacían aquellas batas blancas, sin rostro, pero con voz: “ Hablenos de su infancia...¿Odiaba usted a su padre?..¿Por qué?..¿Por qué? Eso me preguntaba yo, una y otra vez. ¿Por qué me habían elegido a mi?. Yo sólo quería llevar una vida tranquila. Lo justo para ir tirando, como hasta ahora. Tomar unas chiquitas con los amigos, charlar de fútbol, y sobre todo, olvidar. Olvidar esos malditos recuerdos, que me pesan como una maldición. Ni siquiera aspiraba a hacerme rico. Ese fue un sueño al que renuncié en Alemania, durante la enfermedad de Teresa. Y entonces, un buen día, llegan unos tipos de traje y placa, me confunden con otro y me acusan de hacer un montón de porquerías. Que si había violado a fulanita y a zutanita y a no se cuantas más y van y me encierran en un manicomio, durante medio año. ¿Le parece a usted, que eso es bonito?...150. El Sol ocultándose y la carretera desierta. El pobre San Cristobal, balanceándose de un lado a otro del retrovisor. El sudor frío, helado, cayendo a goterones por mi rostro blanco. Mis súplicas perdiéndose en el vacio; por que aunque no me escuche, Rudesindo continúa ahí, al otro lado del volante, impasible, contando su historia aun interlocutor invisible, que lo mismo podría ser yo, como cualquier otro.- Y entonces un día llegan esos tipos y de golpe y porrazo, todo se va al carajo. ¿Me entiende?. Y luego llega usted y me pregunta que es lo que se siente- Concluye dando un nuevo acelerón. 160. Una luz blanca invade nuestro espacio. Un coche en sentido opuesto y la voz infatigable de Sindo, ocupándolo todo.- Los chinos tienen razón, ¿sabe usted? El color de la muerte es el blanco y el del miedo, también. El miedo es blanco; blanco como la habitación , en la que me tuvieron encerrado; blanco como las batas de aquellos hombres. El miedo es saber que estás en manos de otro y no poder hacer nada. Eso es el miedo de verdad. Entonces llega la crisis, asumes que no eres nada más que un pedazo de mierda y ni siquiera las lágrimas te pueden consolar, de tanta tristeza. Eso mismo, que usted está sintiendo ahora. Pero no se preocupe y sobre todo, no llore. El ser humano es el único animal, que termina por acostumbrarse a todo, incluso a la muerte, que a veces puede llegar a ser una liberación. Eso fue lo que le ocurrió a la pobre Teresa, cuando sus pulmones se negaron a seguir trabajando. También yo pensé en la muerte un millón de veces, mientras permanecia encerrado, en aquella condenada habitación blanca. Seguro que usted, también está pensando ahora en la muerte. Aunque su caso es distinto; por que usted aun no cree, que vaya a ser capaz de estampar el coche contra un muro. Pero yo estoy loco, no lo olvide....No, no piense eso. A esta velocidad si intentase hacer el héroe, nos mataríamos los dos. – Sindo celebra su propio chiste y aun ríe más, cuando todo yo me convulsiono en un espasmo, que no viene a ser, más que un gigantesco ¿por qué a mi? 170. El paisaje ya sólo es un cuadro de Pollock. Vértigo. Pánico. Hasta San Cristobal tiembla y siente lástima por mi... Sindo rie y sus carcajadas resultan más fuertes que mis gritos. Después, ya no hay tiempo para nada. La línea recta se quiebra de golpe. El terraplén. El universo arrriba y abajo y nosotros dos, siempre debajo. Luces blancas, blanquísimas. Tenía razón Sindo: El blanco es el color de la muerte, del miedo y de la locura. “No se preocupe usted. Yo le explicaré lo que se siente”.

 

Después, la oscuridad, el silencio, la abolición del tiempo y el espacio; como ser árbol; para acabar despertando en esa habitación de un blanco inmaculado, envuelta en unas luces más blancas, si cabe. En fin, esa habitación que ustedes ya conocen tan bien y que no es más que la antesala de la locura.

 

Modificouse o Miércoles, 21 Septiembre 2016 10:12
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